Equipaje de mano

Una ventana al mundo: Marguerite Yourcenar

Juan Páez

Esta vez, equipaje en mano, nos vamos a la ciudad de Bruselas en Bélgica. Luego de transitar por varias ciudades de Europa, finalizamos el recorrido en Mount Desert Island, Maine, Estados Unidos. Este derrotero espacial se debe a que hoy hablaremos sobre Marguerite Yourcenar, una escritora que exploró numerosas aristas de la escritura: la novela, el ensayo, la poesía, la dramaturgia y la traducción.

Las ciudades

En principio señalar que los viajes de Marguerite Yourcenar fueron motivados por diversas razones: algunos, por motivos familiares; otros, por acontecimientos históricos. Marguerite -junto a su padre- se instalan en Ostende. Luego, por cuestiones bélicas (La Primera Guerra Mundial), se ven obligados a huir a ciudades como Londres y París. Después de la guerra, se trasladan a Montecarlo. Realizan numerosos viajes a Italia y a Suiza. Su padre finalmente decide instalarse en Lausana.

A partir de 1919, la escritora abandona su apellido real y empieza a firmar como Marguerite Yourcenar, siendo este un anagrama de Crayencour (sin la «c») que creó junto a su padre. Su primera novela titulada Alexis o el tratado del inútil combate, fue publicada en 1929 poco después del fallecimiento de su papá. Tras esta pérdida, Marguerite le retira la administración de sus bienes a su hermanastro Michel e invierte lo que obtiene para que le permita dedicarse a la escritura durante unos diez años. Al igual que su padre, la escritora lleva una vida nómade, visitando lugares como Roma y Nápoles.

En la década del ´30 inicia una serie de viajes veraniegos a Grecia donde, a través de Constantin Dimaras, toma contacto con la obra de Kavafis, poeta griego al que posteriormente traducirá al francés. En 1939, para escapar de los problemas bélicos, la traductora norteamericana Grace Frick, a quien había conocido en París en 1937, la invita a Estados Unidos, donde dará clases de Literatura comparada en la ciudad de Nueva York.

Obtuvo la nacionalidad norteamericana en 1947 y comienzan a pasar los veranos en Mount Desert Island en la costa de Maine. En 1951, publica en París Memorias de Adriano donde recrea la vida y muerte de una de las figuras más importantes del mundo antiguo: el emperador romano Adriano. La obra adopta la forma de una extensa carta que el emperador envía a su nieto adoptivo y futuro sucesor, Marco Aurelio. Allí le explica su pasado, describiendo sus triunfos, su amor por Antínoo y su filosofía. Esta novela se ha convertido en una obra maestra de la literatura moderna.

Pequeñas piezas poéticas

Los treinta y tres nombres de Dios es un libro de poemas que se constituye con notables hallazgos de hiperbrevedad. El volumen fue publicado por Alción en la traducción de Silvia Baron Supervielle. En la Introducción, la traductora comenta que “Yourcenar no tuvo no tuvo tiempo de leer Los treinta y tres nombres de Dios en español. El destino no lo quiso así. El suplemento literario de La Nación publicó mi traducción en 1987, en Buenos Aires, anunciando así su fallecimiento. Luego, los he conservado durante muchísimos años, religiosamente, en un cajón de mi escritorio en París. Hasta que, como un viaje más de la escritora, esta vez a Córdoba, me pareció natural ofrecérselo a la editorial Alción”.  

Se trata de la última incursión de la autora belga en el género de la poesía. Son 33 poemas brevísimo: el más largo está compuesto solo por seis versos y el número 12 está presente en su ausencia. Es un libro realmente singular no solo por su concepción formal o temática, sino también porque se destaca en el plan de obra de la autora.

Esta poética está atravesada por una gran sencillez que se opone, por ejemplo, a su narrativa cargada de detalles y vestigios históricos. Además, presenta un juego muy interesante desde lo visual. Este trabajo desde lo visual se potencia con la idea misma del marco de la página porque los poemas -como pequeñas piezas musicales- están centrados para su contemplación.

El silencio y su resonancia rodean y acunan estas composiciones de lo mínimo, ampliando los sentidos y potenciado una retórica de la mudez. El valor de estos poemas en miniatura estriba en la extrema simplicidad de las escenas, como si hubiera en ellos una intención por recuperar y detener las imágenes sin descripciones ni sucesiones momentáneas:

24.

Las flores

que salen

de la tierra en

primavera

La belleza radica en el modo de mirar, esto es, en la manera en que se comprenden las cosas del mundo. Una luz poética que revela aquellos instantes que componen el libro de la naturaleza, esto es, la naturaleza entendida como un devenir de páginas, que siempre está en movimiento y por eso nunca es la misma.

Podría decir que Los treinta y tres nombres de Dios son fragmentos, destellos, imágenes en miniatura que tienen la potencia de iluminar los espacios de una epifanía sagrada que se ubica por fuera de los límites eclesiales a los que, por tradición, se asocia lo religioso. Y es que las imágenes funcionan, por momentos, como plegarias que apelan a todos los sentidos: sonoro, visual, táctil.

Cada poema es una apertura hacia el poema siguiente. Este rasgo se potencia por la ausencia de signos como los puntos finales, lo que sugiere una continuidad entre uno y otro. Composiciones conectadas que, a su vez, tienen los elementos propios de un microcosmo lingüístico, sin embargo, cada una de ellas puede funcionar de manera aislada. Por lo tanto, el juego es complejo ya que estos pequeños poemas crean, simultáneamente, dependencia e independencia entre sí.

Antes de finalizar, quisiera centrarme en esa ausencia -pero también esa presencia- del poema 12, en tanto funciona como un espacio donde gravita la posibilidad de la creación. Es en esa ventana hecha sin grafía (solo figura el número 12.) donde el lector tiene la oportunidad de escucharse a sí mismo, llenando ese vacío o ese silencio que habla sin decir.

Por lo tanto, en Los treinta y tres nombres de Dios, Marguerite Yourcenar compone una voz que resuena hacia el interior del lector. Traza poemas con formas minúsculas de la palabra, de allí que su simplicidad sea su mayor contundencia. Sin dudas, un espacio donde el lector encuentra un lugar donde experimentar su propia miniatura.

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